¡He Pecado!

 

Lector: ¿Has pronunciado alguna vez esta afirmación?  Sin duda que tú y yo estamos de acuerdo en que no es fácil decirla; y, sin em­bargo, la realidad es que sí hemos pecado.  No se gana nada al pretender que no hemos co­metido pecado.  De igual manera, el enfermo que se niega a aceptar que está enfermo, de se­guro que no hará nada por curarse y, en tal caso, su condición se agravará.

"He pecado", clamó Judas el apóstol trai­dor, "entregando la sangre inocente".  Y arro­jando las treinta piezas de plata delante de los principales sacerdotes, salió Judas y se colgó.  Lo que tuvo Judas fue un remordi­miento, pero no arrepentimiento sincero.  Entonces, de nada le sirvió su declaración.

"He pecado", dijo sollozando el hijo pródi­go cuando su padre lo abrazó y lo cubrió con los besos del perdón.  Este muchacho, en su insensatez, le había pedido a su padre su he­rencia y se había ido al mundo, sediento de placeres.  Pero le fue mal.  Lo perdió todo.  Te­nía hambre.  Luego, reflexionando, "volvió en sí" y decidió volver a su padre y a su hogar.  Su confesión, pues, fue una confesión de arrepentimiento genuino.  No fue la confesión del temor, de la cual habría de arrepentirse tan pronto como hubiera desaparecido la causa el temor.  Tampoco fue la confesión del remordimiento, el grito desesperado de un alma abrumada por las consecuencias de su pecado cuando está a punto de caer en el abismo del infierno.  La suya fue la confesión del verdadero arrepentimiento.  El deseo de hacer esta confesión le nació mientras cuidaba a los puercos en un país lejano.  Y, al encontrarse en su miseria y en su desgracia, él no pudo menos que recordar su vida tranquila ante­rior.

Cuando el hijo pródigo se encontró de nuevo con su padre, su actitud fue de humillaci­ón y no de soberbia.  Y su padre, movido a misericordia, le perdonó, le recibió y le dio una gozosa bienvenida.

Lector, ¿te has arrepentido de esa manera?  Si es así, es porque el Espíritu Santo ha abier­to tu mente y tu corazón para que reconozcas tu condición perdida y arruinada.  Sin la con­vicción del Espíritu, nunca reconocerás que estás perdido (Juan 16:8).

¿Has confesado tu pecado y tu insensatez, y has recibido el beso perdonador del amor?  Es decir, ¿te has arrepentido?  ¿Te has rendido completamente a Jesús?  ¿Has confiado en él, en él solamente como tu Salvador personal?  ¿Estás dependiendo completamente de los méritos del sacrificio expiatorio de Cristo?

Entonces estás limpio de todo pecado.  La Biblia dice: "El que encubre sus pecados, no prosperará: mas el que los confiesa y se aparta, alcanzará misericordia" (Proverbios 28:13).  Y también: "La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado" (1 Juan 1:7b).

 

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